Cosa rara, pero J. se despertó muy pronto. Desayunó él con avidez y, desde muy primera hora -cuando el día ni siquiera había pensado en la posibilidad de amanecer-, estábamos los dos frente a la chimenea, como si en ella buscáramos un contraste a la oscuridad de la noche, y luz además de calor.
Mientras, sentado, J. jugaba con unas piezas y emitía sonidos que ni siquiera aspiraban a ser palabras, abrí el Quijote por el capítulo en el que ayer el sueño me había dejado. Capítulo XVII de la segunda parte, “donde se declara el último punto y extremo a donde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote con la felizmente acabada aventura de los leones” (pág. 616 y siguientes, en la edición de Trapiello que tanto gusto da leer).
Como uno es flojo, amanecer tan pronto me había parecido una hazaña; y como, además, el ánimo es escaso en los primeros compases del día, tendía a la conmiseración y a la autoconsideración (que consiste en considerarse a uno mismo poco menos que un héroe y algo más que un tipo normal).
Y así, más loco que cuerdo, y, como el ingenioso hidalgo de la Mancha, sintiendo la capacidad sobrada para acometer las más variadas venturas y desventuras, di con un pasaje que bien podría convertirse en propósito para la vida y repasarse de vez en cuando:
(…) busque el andante caballero los rincones del mundo, éntrese en los más intrincados laberintos, acometa a cada paso lo imposible, resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los hielos. No le asusten leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos, que buscar estos, acometer aquellos y vencerlos a todos con sus principales y verdaderos ejercicios”.
Leí estas palabras y luego me las releí en voz alta. Y, como don Quijote, imbuido en pensamientos diversos sobre la valentía, creí convertirme entonces en el Caballero de los Leones y quise abandonar para siempre la triste figura que encuentro en el espejo. Teman los vestiglos (¡ah, hideputas!) y fuyan por doquier los endriagos.
También J. quiso contribuir a mi particular heroísmo. Y, como Sancho había puesto requesones en la celada de su amo (“un copioso sudor [que] me ciega los ojos”), J. depositó en sus pañales una sustancia que me cegó el olfato y que, desde la razón de mi sinrazón, me devolvió al mundo.