Mudanza: de «Yerbas» a «Sonata»

Ayer fue un día de traslado. Después de un tiempo en este espacio natural (yerbas, pero también, en ocasiones, un césped bien cortado), me mudé a un sitio más sonoro.

Ayer corté estas «Yerbas de infantería» y empecé la composición de una «Sonata en yo menor«.

Ese tipo de sonata -en yo menor, sin un ego campanudo que invada la partitura- me parece una imagen promisoria del tipo de literatura que me interesa. A ver en qué acaba la cosa.

Puedes seguir la sonata -y, si quieres, contribuir a sus pentagramas- en http://www.sonataenyomenor.wordpress.com.

 

Palabras inspiradas

Estos días, al presentar «El Sr. Marbury«, digo algo así como que todos los días hay ocasión para la sorpresa. Siempre pasa algo divertido, y conviene saludar esos momentos. Me lo creo absolutamente.

Misa de doce treinta. Tras la primera lectura, comienza el salmo. «Tú eres, Señor, el lote de mi heredad». Bonito (como todos los salmos, si se leen despacito) y fácil de recordar. Reparé por vez primera (soy lento, sí) en que se trata de una imagen de puro Derecho Civil. En la partición hereditaria (¿acaso la que se llevará a cabo el día del Juicio?), que Jesús sea nuestro lote, nuestra hijuela, la parte que nos sea adjudicada. Me distraje algo desempolvando conceptos de derecho sucesorio. «Tú eres, Señor, el lote de mi heredad».

Todos repetíamos el salmo como corresponde. ¿Todos? ¡No! Como en los principios de los cuentos de Astérix, alguien se  obstinaba en ir contracorriente. Tardé unos segundos en darme cuenta de que la voz discordante estaba a mi lado, a mi derecha. Mi mujer iba por libre.

Mientras todos, cual asamblea santa y unísona, repetíamos las palabras previstas, ella había decidido echar su cuarto a espadas. «Tú eres, Señor, el lote de mi heredad», decíamos los demás. Pero no: ella, con la cara muy seria (no es extraño que, al recitar el salmo, a uno se le ponga cara solemne), rezaba en voz alta: «Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti». Y parecía no imutarse.

Hasta que nos miramos, y nos entró en la risa.

Sin hablar, creo que ambos supusimos que la confusión no era grave. Al fin y al cabo, los dos estábamos pidiendo ayuda. Cada uno, además, con palabras inspiradas.

Idealismo, ma non troppo

Los tres teníamos el día por delante, y empezamos a hablar a borbotones. Teníamos tantas palabras pendientes, que hasta J., que es un huracán de desorden, decía que llevaba un guión, para no dejarse temas en el tintero.

Mentira. La conversación arrancó por donde quiso, siguió por donde le dio la gana y acabó (¿acabó?) en el punto en el que el sol de la meseta dijo basta, tenéis que volver al Norte.

J. tiende a la abstracción; tanto, que, aunque suene paradójico, sus ideas metafísicas (nada formal, porque ella no tiene un sistema) la reconducen cada poco a las cosas mismas, a lo que está delante, a la realidad pura de este vaso, esa botella, aquellos ojos que me miran.

Repasamos acontecimientos pasados y nos reímos de ellos. Adelantamos acontecimientos futuros y nos alegramos por el porvenir (¿por qué lo llaman porvenir si nunca llega?). Fue entonces cuando J., conjugando el plural, lanzó uno de sus dardos:

-Somos unos idealistas. Nos creímos la teoría… ¡y así nos va!

Y acto seguido, volviendo a lo concreto, pidió por favor otra cerveza.

 

Un arranque

Si sé aprovecharlo, lo de ayer podrá convertirse en un punto de partida, más allá del chasco.

Cuando finalmente alguien publique la novelita ésa, podría contar (con mucho adorno, por supuesto) cuánto dolor sentí aquella mañana en que el editor me llevó a conocer el hielo. Sobre la verdad de lo vivido podría acaso componer un pasaje verosímil (y lancinante, claro). Podría inventarme, por ejemplo, la opinión ácida de una crítica implacable, y la exageración me traería seguramente los ecos de las conversaciones de un departamento comercial ávido de ganancias y que hablaba de mí (que no soy precisamente un imán para el dinero).

Pero no. Lo de ayer debe ser más que una anécdota maleable, materia fácil para la narración. El rechazo de ayer tiene algo de arranque. Aunque ahora me cueste verlo.

Guardar un libro

Un amigo estupendo me deja Las historias de Jaacob, la primera parte de José y sus hermanos, la tetralogía de Thomas Mann. Me asegura este amigo -con quien tanto hablo sobre cuestiones literarias, porque da gusto escucharle- que el libro me va a entusiasmar (y me imagino que cuando él dice entusiasmo lo hace a propósito, conociendo la etimología divina de esa palabra).

Abro el libro y veo que el ejemplar en cuestión pertenece a la madre de mi amigo, lectora voraz (y, por tanto, observadora sutil). En la portadilla escribió de su puño y letra lo siguiente:

Es más difícil guardar libros que guardar doncellas. Porque las doncellas, cuando son recatadas y honestas, al llevárselas chillan… Pero lo libros no dicen nada.

Empezaré a leer. Ojalá Mann esté a la altura de cuanto dijo la legítima propietaria del libro. Y ojalá que, en mis manos, este ejemplar conserve toda su pureza.

La nostalgia genuina

El artista es muchas cosas, y sobre todo un nostálgico.

Todo artista busca con denuedo la más prístina de las caricias, la que Dios creador le dio el primer día a las cosas todas del mundo. En ese anhelo gasta su vida. Sabe que todo cuanto invente no será más que recreación (o, si se prefiere, recreo), vuelta al principio, rememoración del génesis, de aquel acto de amor inicial (ah, quién fuera testigo) que ya no hay quien iguale.

El artista es siempre un nostálgico del barro primero con el que fue moldeado. Añora una imagen y una semejanza. No quiere el más allá; desea regresar al más acá, a las manos paternales que, amasando carne y alma, crearon al hombre sediento.

El artista no siente más, pues, que la nostalgia de la casa de su padre.

 

Epitafio

De pequeño, en los ratos muertos y en los folios libres uno ensayaba su firma, por si llegaba a ser alguien importante y se daba la ocasión de echar un garabato.

Años después, sin dejar la inquietud ortográfica, a veces uno se entretiene pensando en epitafios. No es nada tétrico ni mortuorio. Es sólo un pasatiempo reflexivo, un juego ameno de la conciencia, otro ejercicio literario perfectamente inútil.

Como epitafio me gustaba el que, según leí hace tiempo, se atribuye a Max Aub. «Hizo lo que pudo». Tiene un toque simpático y de humildad indiscutible. Lo cierto es que uno hace lo que puede. Y hay que ver las cosas (malas o regulares) que uno hace a diario, y, sobre todo, el bien que uno deja de hacer (ay, la omisión). Nobody is perfect. Nunca sobra recordárselo.

Pero el lunes, en el funeral de la madre de L., cambié de opinión. A la salida, L. resumió, entre lágrimas, la vida plena y feliz de su madre. «Tenía para todos». Y, además, en este caso era la pura verdad.

El tiempo, un autor

Como cada año por esta fechas, la semana pasada di unas horas de clase en un máster universitario. Los alumnos me parecieron muy jóvenes. Demasiado jóvenes. Si esto sigue así, tendré que hablar con el Decanato. Me temo que se les cuelan alumnos de los primeros cursos. No puede haber tanta diferencia de edad entre ellos y su profesor. Es inasumible… para el profesor.

Unos días más tarde, fui a cortarme el pelo. A la peluquería de siempre, a la de J. (Esto de las iniciales tiene su coña: la peluquería de J., ya jubilado, la ha heredado su empleado, cuyo nombre también empieza por J. Así que, al menos en estas páginas, la peluquería de J. sigue siendo, se mire como se mire, la peluquería de J. Como si, al menos en esto, las letras sirvieran como escudo del tiempo). Caía el pelo al suelo, pero esta vez en dos colores. Al negro se unían algunas briznas de blanco. Me lo dijo J. “Oye, tienes por aquí algunas canas”. Como tardé unos segundos en contestar, el propio J. quiso consolarme: “Nada grave, lo normal”.

Suerte que luego, ya en casa, otra vez vino en mi rescate la poesía. Fueron los versos finales de “Agradecimiento”, de d´Ors, que sonaron en mí como debieron de sonar las trompetas del Séptimo de Caballería a los asediados por los indios:

Yo tuve la fortuna
de poder contar con
alguien que conocía
mucho mejor que yo
el color y el perfume
y el peso y el sabor
de las palabras, alguien
que siempre mejoró
mis versos, que ni una
sola hora dejó
de trabajar en ellos,
por más que miguel d´ors
se fuese, se olvidase,
se obnubilase. Y no
sonó nunca su nombre
en la prensa. En su honor
levanto aquí esta copa
agradecida. Estoy
hablando -una vez más-
del tiempo, un gran autor.

Y -pienso yo, consolándome-, si el tiempo mejora siempre los versos, ¿no va a mejorar también la vida, a poco que nos dejemos?

Amanecer quijotesco

Cosa rara, pero J. se despertó muy pronto. Desayunó él con avidez y, desde muy primera hora -cuando el día ni siquiera había pensado en la posibilidad de amanecer-, estábamos los dos frente a la chimenea, como si en ella buscáramos un contraste a la oscuridad de la noche, y luz además de calor.

Mientras, sentado, J. jugaba con unas piezas y emitía sonidos que ni siquiera aspiraban a ser palabras, abrí el Quijote por el capítulo en el que ayer el sueño me había dejado. Capítulo XVII de la segunda parte, “donde se declara el último punto y extremo a donde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de don Quijote con la felizmente acabada aventura de los leones” (pág. 616 y siguientes, en la edición de Trapiello que tanto gusto da leer).

Como uno es flojo, amanecer tan pronto me había parecido una hazaña; y como, además, el ánimo es escaso en los primeros compases del día, tendía a la conmiseración y a la autoconsideración (que consiste en considerarse a uno mismo poco menos que un héroe y algo más que un tipo normal).

Y así, más loco que cuerdo, y, como el ingenioso hidalgo de la Mancha, sintiendo la capacidad sobrada para acometer las más variadas venturas y desventuras, di con un pasaje que bien podría convertirse en propósito para la vida y repasarse de vez en cuando:

(…) busque el andante caballero los rincones del mundo, éntrese en los más intrincados laberintos, acometa a cada paso lo imposible, resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los hielos. No le asusten leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos, que buscar estos, acometer aquellos y vencerlos a todos con sus principales y verdaderos ejercicios”.

Leí estas palabras y luego me las releí en voz alta. Y, como don Quijote, imbuido en pensamientos diversos sobre la valentía, creí convertirme entonces en el Caballero de los Leones y quise abandonar para siempre la triste figura que encuentro en el espejo. Teman los vestiglos (¡ah, hideputas!) y fuyan por doquier los endriagos.

También J. quiso contribuir a mi particular heroísmo. Y, como Sancho había puesto requesones en la celada de su amo (“un copioso sudor [que] me ciega los ojos”), J. depositó en sus pañales una sustancia que me cegó el olfato y que, desde la razón de mi sinrazón, me devolvió al mundo.

Sinceridad en la calle

Está lloviendo y voy rápido. Además, como estoy pasando por una calle conocidamente turbia, no llevo intención de detenerme. Uno procura no entretenerse con los perros que le ladran en el camino;  y, por una razón parecida, piensa que no debe pararse a examinar a esas chicas que, con un dolor hondo, hacen la calle durante el día y la noche.

Al final de la calle, una vez sobrepasado el edificio del Registro Civil Central -que, por cierto, tiene aspecto de prisión de alta seguridad, como si en la custodia del estado civil le fuera la vida al Estado-, hay un tipo sentado en la acera. Ocupa generosamente el espacio, y me parece que a su lado tiene dispuestas multitud de cosas. Demasiadas. Me paro a mirarle.

A su derecha tiene dos carteles escritos en sendos cartones. El primero dice «Para vino», y el segundo «Para cerveza». A su izquierda tiene otros dos carteles. En uno se lee «Para copas»; en el otro, «Para comer».

Junto a cada cartel hay una pequeña bolsita con monedas, incitando a los viandantes a echar algo, poco, lo que sea. (Es curioso que «la voluntad» sea casi siempre una pequeña cantidad de dinero: ¿tan pobre tenemos el ánimo?).

Sigo mirando.

El individuo en cuestión lleva un gorro, y encima del gorro lleva también un cartel. El tamaño de este quinto cartel es más pequeño, pero se ve, por su colocación -encima de la cabeza y en el centro de la escena, en medio de los otros cuatro-, que contiene las palabras esenciales. Las leo:

«Por lo menos soy sincero».

Lástima que debajo de ese cartel no haya una bolsita. Me voy con las ganas de premiar el ingenio con un par de billetes.